Robert
Silverberg
The fangs of the trees, © 1968 (The Magazine of Fantasy and Science
Fiction, Octubre de 1968). Traducido por ? en
La otra sombra de la Tierra, Super Ficción 62, Ediciones Martínez Roca
S. A., 1981.
Desde la casa de la plantación, sobre la
colina de Dolan, gris y esbelta como la aguja de una torre, Zen Holbrook
alcanzaba a ver todo cuanto le interesaba: las alamedas de los árboles del jugo
en el amplio valle, la corriente rápida donde su sobrina Naomi prefería
bañarse, el lago tranquilo y sereno más allá. También veía la zona amenazada de
infección en el Sector C, al lado norte del valle, donde —¿o era sólo su
imaginación?— las lustrosas hojas azules de los árboles parecían ya manchadas
con el tono naranja de la enfermedad del moho.
Si su mundo iba a acabarse, aquello
significaba el principio del fin.
Permaneció en pie ante el curvado ventanal
del centro de información, sobre la casa. Era a primera hora de la mañana. Dos
lunas pálidas pendían aún en el cielo del amanecer, pero el sol se levantaba ya
sobre el país de las colinas. Naomi estaba levantada y fuera de la casa,
jugueteando en el arroyo. Cada mañana, antes de dejar la casa, Holbrook pasaba
revista a toda la plantación. El radar y los sensores ofrecían a su vista
planos de todos los puntos clave. Adelantando el cuerpo, Holbrook pasó sus
manos de dedos gruesos sobre los mandos y encendió las pantallas que
flanqueaban el ventanal. Poseía mil setecientas hectáreas de árboles del
jugo... Una fortuna, aunque, debido a la hipoteca, lo que ganaba era poco en
comparación con lo mucho que daba a ganar. Su reino. Su imperio. Registró el
Sector C, su favorito. Sí, en la pantalla se veían largas filas de árboles, de
quince metros de altura, agitando sus miembros inquietos. Ésta era la zona de
peligro, el sector amenazado. Holbrook examinó intensamente las hojas de los
árboles. ¿Tenían ya manchas de moho? Los informes del laboratorio llegarían un
poco más tarde. Estudió los árboles, vio el brillo de sus ojos, el destello de
sus colmillos. Eran muy buenos los árboles de este sector. Cumplidores, unos
productores magníficos.
Sus árboles favoritos. Le gustaba tratar de
convencerse a sí mismo de que los árboles tenían personalidad, nombre,
identidad. No hacía falta simular demasiado. Puso en marcha el audio.
—Buenos
días, César —dijo—. Buenos días, Alcibíades, Héctor. Buenos días, Platón.
Los árboles reconocían su nombre. En
respuesta a su saludo, agitaron las ramas como si el viento barriera la
alameda. Holbrook vio el fruto casi maduro, largo e hinchado, cargado de jugo
alucinógeno. Los ojos de los árboles —placas brillantes y escamosas incrustadas
en varias filas sobre el tronco— brillaron y se volvieron buscándole.
—No
estoy en la alameda, Platón —advirtió Holbrook—. Todavía me encuentro en
la casa de la plantación. Pronto iré ahí. Hace una mañana preciosa, ¿verdad?
Entre la penumbra, a nivel del suelo, surgió
el hocico largo y sonrosado de un ladrón de jugo, saltando de un montón de
hojas caídas. Disgustado, Holbrook observó cómo el roedor, pequeño y audaz,
cruzaba la alameda en cuatro saltos rápidos y venía a caer sobre el enorme
tronco de César, trepando con destreza entre los grandes ojos del árbol. Los
miembros de César se agitaban furiosos, pero no conseguía localizar al
monstruo. El ladrón de jugo se desvaneció entre las hojas y reapareció nueve
metros más arriba, moviéndose ahora en el nivel donde crecía el fruto. Fruncía
ansiosamente el hocico. Luego, se incorporó sobre las cuatro patas posteriores
y se dispuso a chupar un fruto casi maduro, por un valor de ocho dólares en
alucinógenos.
De la copa del Alcibíades surgió, como una
serpentina estrecha y sinuosa, un zarcillo, un tentáculo poderoso. Cruzó el
espacio que le separaba de César y cayó como el rayo en torno al ladrón de
jugo. El animal apenas tuvo tiempo de gemir al comprender que había sido
atrapado cuando ya el tentáculo acababa con él, estrangulándole. En un gracioso
arco, el zarcillo regresó a la copa de Alcibíades, y la boca abierta del árbol
quedó a la vista cuando las hojas se entreabrieron. Los dientes se separaron,
el tentáculo se desprendió de su presa y el cuerpo del ladrón cayó en la boca del
árbol. Alcibíades se estremeció de placer. Fue un ligero temblor de las hojas,
una afectación de modestia, la satisfacción en realidad por sus rápidos
reflejos que le habían proporcionado un bocado tan exquisito. Era un árbol muy listo y
muy hermoso, y estaba muy satisfecho de sí mismo. «Una vanidad perdonable
—pensó Holbrook—. Eres un buen árbol, Alcibíades. Todos los del Sector C sois
buenos árboles. ¿Pero si tienes la enfermedad del moho, Alcibíades? ¿Qué será
de tus hojas brillantes, de tus ramas esbeltas, si tengo que quemarte y eliminarte
de la alameda?»
—Muy
bien hecho —le dijo—. Me gusta verte siempre tan alerta.
Alcibíades siguió agitándose. Sócrates, a
cuatro árboles en diagonal, en la misma fila, apretó las ramas contra el tronco
en lo que Holbrook reconoció como un gesto de disgusto, un gruñido torvo. No a
todos los árboles les gustaba la vanidad de Alcibíades, su orgullo y su
rapidez.
De pronto, Holbrook no pudo soportar la
vista del Sector C. Tocó los botones de mando y pasó al Sector K, el nuevo,
al extremo sur del valle. Aquí los árboles no tenían nombres, ni los recibirían
tampoco. Holbrook había decidido hacía tiempo que era una afectación tonta
considerar a los árboles como si fueran amigos o animalitos domésticos. Eran,
sencillamente, productores de ingresos. Y suponía un error encariñarse con
ellos..., según comprendía con mayor claridad ahora que algunos de sus amigos
se veían amenazados por el moho, que se contagiaba de un mundo a otro para
arruinar las plantaciones de árboles del jugo.
Registró el Sector K con mayor frialdad.
Debería pensar en ellos como árboles, se
dijo. No como animales, ni como personas. Árboles. Raíces muy largas que
se hunden a dieciocho metros bajo el suelo para nutrirse. No pueden moverse de
un lugar a otro. Se desarrollan por fotosíntesis. Florecen, son fecundados por
el polen y producen grandes frutos como falos, cargados de alcaloides capaces
de inducir sombras muy interesantes en la mente de los hombres. Árboles,
árboles, árboles. Pero tienen ojos. Y dientes. Y boca. Poseen miembros
prensiles. Piensan. Reaccionan. Tienen un alma. Cuando se les hiere, incluso
gritan. Están adaptados para perseguir animales pequeños. Digieren carne.
Algunos prefieren el cordero a la ternera. Unos son pensativos y solemnes; otros,
alegres y saltarines; otros plácidos, casi bovinos. Aunque todos son
bisexuales, algunos presentan una personalidad decididamente masculina; hay
otros femeninos, otros ambivalentes. Almas. Personalidades.
Árboles.
Los árboles sin nombre del Sector K le tentaban
a cometer el pecado de apegarse a ellos. Ese gordo podía llamarse Buda. Y
aquél, Abe Lincoln. Y tú, tú eres Guillermo el Conquistador...
Árboles.
Había hecho el esfuerzo y había triunfado.
Examinó fríamente la alameda, asegurándose de que no había sufrido daño durante
la noche a causa de los animales de presa; comprobando los frutos maduros;
leyendo los informes que proporcionaban los sensores, monitores que vigilaban
el nivel del azúcar, la etapa de la fermentación, la toma de manganeso, todo el
proceso complicado y equilibrado de la vida del que dependía el éxito de la
plantación. Holbrook lo manejaba todo prácticamente solo. Tenía a sus órdenes
tres vigilantes humanos y tres docenas de robots. El resto se hacía por
telemetría y, por lo general, todo iba bien. Por lo general. Adecuadamente
guardados, cuidados y alimentados, los árboles daban su fruto tres veces al
año. Holbrook lo enviaba a la planta de transformación, junto al puerto
espacial de la costa, donde se sometía el jugo al debido proceso y se embarcaba
hacia la Tierra. Holbrook no participaba en eso; no era más que un productor
del fruto. Llevaba aquí diez años y no tenía planes para cambiar de profesión.
Llevaba una vida tranquila, una vida solitaria, la vida que él había elegido.
Hizo girar los registros del radar de un
sector a otro, hasta haberse asegurado de que todo iba bien en la plantación.
En el recorrido final, captó la corriente y a Naomi justo en el momento en que
salía del baño. La muchacha subió a un acantilado rocoso, sobre las aguas
agitadas; y agitó sus largos cabellos, lisos y dorados. Daba la espalda a la
cámara. Holbrook observó con placer cómo goteaba el agua de su cuerpo esbelto.
Las sombras delineaban su silueta; la luz del sol brillaba en la cintura
estrecha, en la curva de las caderas, en las nalgas tensas. Tenía quince años,
estaba pasando un mes de sus vacaciones de verano con el tío Zen y se divertía
como nunca entre los árboles del jugo. Su padre era el hermano mayor de
Holbrook. Éste sólo había visto antes a Naomi en dos ocasiones, una cuando era
aún un bebé y otra cuando tenía unos seis años. Se había sentido algo inquieto
cuando le hablaron de enviársela, ya que no entendía nada de niños y, además,
no estaba muy ansioso de compañía. Pero no se negó a la petición de su hermano.
Por otra parte, tampoco era ella una niña. Se volvió ahora, y la cámara mostró
a Holbrook los senos como manzanas, el vientre liso, el ombligo hundido, los
muslos esbeltos. Quince años. No, ya no era una niña. Era una mujer. No
ocultaba en absoluto su desnudez y nadaba así cada mañana, aun no ignorando la
existencia de las cámaras. Holbrook no se sentía cómodo observándola. ¿Debía
hacerlo? La verdad, no resultaba adecuado. La vista de la muchacha le agitaba
sospechosamente. «¡Qué diablos, soy su tío!» Un músculo se le crispó en la mejilla. Se
dijo que la única emoción que le invadía al verla era el placer y el orgullo de
que su hermano hubiera engendrado algo tan encantador. Sólo admiración, eso era
todo lo que se permitía sentir. Ella estaba morena, de color miel, con tonos
rosados y dorados. Parecía emitir una radiación más brillante que la del sol.
Holbrook apretó el botón de mando. «He vivido demasiado tiempo solo. Mi
sobrina. Mi sobrina... Sólo una niña. Quince años. Encantadora.» Cerró los
ojos, los abrió apenas, se mordió el labio. «¡Vamos, Naomi, cúbrete!»
Cuando la chica se puso los shorts y el
sujetador, fue como un eclipse de sol. Holbrook cerró el centro de información
y bajó a la casa de la plantación, tomando al pasar un par de cápsulas como
desayuno. Un cochecito reluciente salió del garaje, Holbrook saltó al interior
y se puso en camino para dar los buenos días a la chiquilla.
Todavía estaba junto a la corriente, jugando
con una cosita peluda, enroscada en un arbusto, semejante a un gatito con
muchas patas.
—¡Mira
esto, Zen! —le gritó—. ¿Es un gato o un ciempiés?
—¡Apártate
de eso! —le gritó con tal vehemencia que ella dio un salto atrás, aterrada.
Él ya tenía el arma en la mano y el dedo en
el gatillo. El pequeño animal, impasible, seguía enroscando las patas en torno
a las ramas.
Muy cerca de él, Naomi se asió a su brazo y
dijo roncamente:
—No
lo mates, Zen. ¿Es peligroso?
—No
lo sé.
—Por
favor, no lo mates.
—Es
la regla en este planeta —dijo—. Cualquier cosa con columna vertebral y más de
una docena de patas es probablemente mortal.
—¡Probablemente!
La voz sonó burlona.
—Aún
no conocemos toda la fauna local. A éste no lo había visto antes, Naomi.
—Es
demasiado lindo para ser peligroso. ¿No quieres guardar el arma?
La guardó y se acercó a la bestezuela. No
había garras, tenía los dientes pequeños, el cuerpo débil. Mala señal. Una
criatura así, sin medios visibles de defensa... Había muchas probabilidades de
que ocultara un aguijón venenoso en la peluda cola. La mayoría de los animales
con tantas patas lo tenían. Holbrook cogió una rama de un metro de largo y
precavidamente, la arrojó contra la sección media del animal.
Rápida respuesta. Un siseo, la parte trasera
se volvió como un relámpago... y ¡bum! un aguijón de muy mal aspecto se clavó en la
corteza de la ramita. Cuando la cola se retiró, unas cuantas gotas de un fluido
rojizo cayeron de la madera. Holbrook se alejó y el animal le miró furioso,
como esperando que se acercara más a él.
—¡Qué
rico! —dijo Holbrook—. Una monada. Naomi, ¿es que no quieres vivir ni hasta
cumplir los dieciséis años?
Ella seguía de pie muy pálida y agitada,
casi atónita ante la ferocidad del ataque.
—Parecía
tan cariñoso —dijo—. Casi domesticado.
Zen sacó el arma y lanzó un rápido rayo a la
cabeza del animal, que cayó del árbol, se enroscó y no se movió más. Naomi
apartó la vista. Holbrook la sujetó por los hombros.
—Lo
siento, cariño —dijo—. No quería matar a tu amiguito. Pero un minuto más y él
te habría matado a ti. Cuenta las patas cuando juegues con los bichos de aquí.
No lo olvides. Cuenta siempre las patas.
Asintió ella. Le resultaría muy útil esta
lección de no fiarse de las apariencias. No es oro todo lo que reluce. Holbrook
miró la hierba de un tono cobrizo y pensó por un momento en lo que significaba
tener quince años y despertar a la horrible verdad del universo. Propuso
amablemente:
—Vamos
a visitar a Platón, ¿quieres?
Naomi olvidó su tristeza. La otra cara de la
moneda de tener quince años: uno se recupera pronto.
Aparcaron el cochecito al llegar al Sector C
y entraron a pie. A los árboles no les gustaba que los vehículos motorizados
circularan entre ellos. Estaban conectados, a pocos centímetros por debajo de
la tierra arcillosa de la alameda, por una red de filamentos entremezclados que
tenían cierta función neurológica y, aunque no registraban el peso de un
humano, cualquier vehículo que cruzara el camino originaba un coro de gritos
entre los árboles. Naomi iba descalza. Holbrook, junto a ella, llevaba botas
hasta la rodilla. Se sentía grande y torpón a su lado. Era bastante corpulento,
pero la ligereza de la muchacha intensificaba aún más el contraste.
Ella se entregó a su juego habitual con los
árboles. Su tío se los había presentado a todos, y ahora pasaba de uno a otro,
saludando a Alcibíades y Héctor, a Séneca, a Enrique VIII, a Tomas Jefferson y
al rey Tut. Naomi conocía a todos los árboles tan bien como él, mejor quizás, y
ellos la conocían a su vez. Cuando pasaba entre ellos, los árboles se agitaban
y se acicalaban, enderezándose y disponiendo sus miembros y ramas del mejor
modo posible. Incluso el viejo Sócrates, retorcido y rechoncho, parecía deseoso
de gustar. Naomi se acercó a la caja gris colocada en medio del camino donde
los robots dejaban trozos de carne cada noche y lanzó algunos a sus preferidos.
Pedazos de carne cruda y roja. Cargados los brazos con aquellos trofeos
sanguinolentos, bailaba alegremente por el camino, ofreciéndoselos a sus
árboles favoritos. Una ninfa en medio de sus ritos, pensó Holbrook. Tiraba la
carne a lo alto, vigorosamente. Cuando ésta iba por el aire, salían tentáculos
de un árbol u otro para atraparla al vuelo y metérsela en la garganta. Los
árboles no necesitaban carne, pero les gustaba, y era una tradición muy
corriente entre los cultivadores que los árboles bien alimentados producían más
jugo. Holbrook daba carne a sus árboles tres veces a la semana, excepto al
Sector D, que tenía ración diaria.
—No
te saltes a ninguno —recomendó.
—Sabes
que no lo haré.
Ningún trozo volvía a caer al suelo de la
alameda. A veces, dos árboles trataban de coger el mismo a la vez, lo que daba
por resultado una ligera pelea. No se mostraban precisamente amistosos entre
ellos. Por ejemplo, había mucha inquina entre César y Enrique VIII y era indudable que
Catón despreciaba tanto a Sócrates como a Alcibíades, aunque por razones
diferentes. De vez en cuando, por la mañana, Holbrook y su personal hallaban
miembros arrancados, yaciendo en el suelo. Sin embargo, y por lo general,
incluso los árboles con personalidades conflictivas se las arreglaban para
tolerarse mutuamente. Tenían que hacerlo, ya que estaban condenados a una
proximidad constante. Holbrook había intentado en una ocasión separar dos
árboles del Sector F enfrentados en una enemistad constante, pero era imposible
arrancar del suelo un árbol ya crecido sin matarlo y estropear el sistema
nervioso de los treinta vecinos más próximos, según aprendió a su costa.
Mientras Naomi daba de comer a los árboles,
les hablaba y acariciaba sus troncos escamosos como podría hacerlo con un
rinoceronte domesticado, Holbrook desenrolló en silencio una escalera
telescópica e inspeccionó de nuevo las hojas buscando manchas de moho. En
realidad, apenas servía de nada. El moho no se hacía visible en las hojas hasta
que había penetrado ya en las raíces del árbol. Probablemente, las manchas de
tono naranja que creía ver eran puro producto de su imaginación. Tendría el
informe del laboratorio en una o dos horas, y él le diría cuanto necesitaba
saber, bueno o malo. Sin embargo, no podía dejar de mirar. Cortó un puñado de
hojas de una de las ramas bajas de Platón, disculpándose por ello, y las volvió
entre sus manos, frotando la superficie brillante. ¿Qué eran estas pequeñas
colonias de partículas rojizas? Su mente trató de rechazar la posibilidad de la
peste. ¿Una plaga que saltara de un mundo a otro y que caía sobre él,
arruinándole? Había creado su plantación a base de créditos. Un poco de dinero
propio y mucho del banco. Pero el crédito es un arma de dos filos. Si la peste
atacaba la plantación y mataba un número de árboles suficiente para que su
parte quedara por debajo del nivel que el banco consideraba necesario como
garantía, éste se apoderaría de todo. Aunque podrían contratarle para que
trabajara como administrador suyo. Ya había oído hablar de cosas así.
Platón se agitó inquieto.
—¿Qué
ocurre, viejo? —murmuró Holbrook—. Lo has pillado, ¿verdad? Sientes algo por
dentro... Lo sé, lo sé. También yo lo siento en mi interior. Tenemos que
tomárnoslo con filosofía. Los dos. —Dejó caer las hojas al suelo y pasó con la
escalerilla a Alcibíades—. Vamos, hermoso, vamos. Déjame mirar. No te cortaré
ninguna hoja. —Le pareció que aquel árbol orgulloso gruñía irritado—. Estás un
poco manchado aquí debajo, ¿sabes? También te has contagiado.
Las ramas exteriores del árbol se
contrajeron, como si Alcibíades las ciñera contra sí angustiado.
Holbrook siguió adelante por la fila. Las manchas de moho resaltaban mucho más
que la víspera. No, no se dejaba llevar por la imaginación. El Sector C había
sido alcanzado. Ya no necesitaba recibir el informe del laboratorio. Se sintió
extrañamente tranquilo ahora, aunque aquello le anunciaba su ruina.
—¿Zen?
Bajó la vista. Naomi estaba al pie de la
escalera, sosteniendo un fruto casi maduro en la mano. Había algo grotesco en
ellos. Los frutos parecían una broma de la botánica. Presentaban una forma tan
claramente fálica que un árbol maduro con cien o más frutos pendientes de sus
ramas resultaba el arquetipo del macho por excelencia. Todos los visitantes lo
encontraban muy gracioso. Pero la mano de una chica de quince años sosteniendo
aquel objeto rozaba con la obscenidad. Naomi jamás había hecho comentarios
sobre la forma de los frutos, ni mostraba ahora el menor sonrojo. Al principio,
Holbrook lo había tomado por inocencia o timidez. Al conocerla mejor, empezó a
sospechar que simulaba deliberadamente ignorar aquella coincidencia biológica
tan absurdamente cómica sólo para no molestarle a él. Puesto que la
juzgaba una niña, se comportaba decorosamente como tal, se dijo Holbrook. La
fascinante complejidad de la interpretación que daba a la actitud de Naomi le
había mantenido ocupado durante días.
—¿Dónde
lo encontraste? —preguntó.
—Aquí
mismo. Alcibíades lo dejó caer.
«El asqueroso bromista», pensó Holbrook.
—¿Y
qué? —dijo.
—Está
maduro. Llegó el momento de la cosecha, ¿no?
Apretó el fruto. Holbrook sintió que el
rostro le ardía.
—Échale
una mirada —continuó ella. Y se lo tiró.
Tenía razón. Iba a empezar la época de la
cosecha en el Sector C. Cinco días antes de lo debido. No se alegraba. Suponía
otra prueba de la enfermedad, que, como bien sabía ahora, se había extendido a
estos árboles.
—¿Qué
hay de malo? —preguntó ella.
Bajó y le mostró el montón de hojas que
cortara de Platón.
—¿Ves
estas manchas? Es moho. Una enfermedad que ataca a los árboles del jugo.
—¡No!
—Ha
ido pasando de un sistema a otro durante los últimos cincuenta años. Y a pesar
de las cuarentenas, ha llegado hasta aquí.
—¿Qué
les pasa a los árboles?
—Se
produce una aceleración metabólica —explicó Holbrook—. Por eso empiezan a caer
ya los frutos. Se aceleran sus ciclos hasta recorrer todo un año de vida en un
par de semanas. Se vuelven estériles. Pierden las hojas. Seis meses después del
contagio, están muertos —hablaba abrumado, con los hombros hundidos—. Lo
sospechaba desde hacía dos o tres días. Ahora lo sé.
—¿Y
cuál es la causa, Zen?
Parecía interesada, pero no realmente
preocupada.
—En
último término, un virus. Las etapas son tan diversas que no puedo explicarte
toda la secuencia. Se trata de un vector de intercambio: el virus inunda una
planta y se introduce en sus semillas, los roedores se las comen y así entra en
su sangre, que luego chupan los insectos que les pican y que transmiten a un
mamífero y... ¡Oh, diablos! ¿Qué importan los detalles? Se necesitaron ochenta
años para seguir la huella de una sola secuencia. No es posible poner en
cuarentena un mundo entero contra todo, claro. El moho acaba por llegar a él
viajando sobre cualquier criatura viviente. Y aquí lo tenemos.
—Supongo
que fumigarás la plantación.
—No.
—¿No
se acaba así con el moho? ¿Cuál es el tratamiento?
—No
hay ninguno —contestó Holbrook.
—Pero...
—Mira,
he de volver a la casa. Puedes entretenerte sin mí, ¿verdad?
—Claro.
—Señaló la carne—. Ni siquiera he terminado de darles de comer. Y están muy
hambrientos esta mañana.
Iba a decirle que ya era completamente
inútil alimentarles, que todos los árboles de aquel sector estarían muertos a
la caída de la noche. Pero el instinto le advirtió que sería demasiado
complicado empezar a explicárselo ahora. Le envió una rápida sonrisa, carente
de alegría, y se dirigió al vehículo. Cuando la miró de nuevo, Noemí
lanzaba una gran trozo de carne hacia Enrique VIII, que la atrapó con destreza y se la metió en
la boca.
El informe del laboratorio salió por la
ranura de la pared un par de horas más tarde, confirmando lo que Holbrook sabía
ya: moho. Por lo menos la mitad del planeta se había enterado de la noticia
para entonces y Holbrook había recibido ya a una docena de visitantes. En un
planeta con una población humana inferior a las cuatrocientas personas,
constituía todo un récord. El gobernador del distrito, Fred Leitfried, fue el
primero en aparecer, lo mismo que el comisionado agrícola local, puesto que
Fred Leitfried ocupaba también ese cargo. A continuación, acudió una delegación
formada por dos hombres del Gremio de Cultivadores de Árboles del Jugo. Luego
vino Mortensen, el hombrecillo rechoncho que dirigía la planta de
transformación, y Heemskerck, de la línea de exportación, y algunos empleados
del banco, junto con un representante de la compañía de seguros. Una par de
cultivadores vecinos se presentaron un poco más tarde. Le sonrieron
compasivamente y, como buenos camaradas, le dieron unos golpecitos de ánimo en
el hombro. Sin embargo, bajo esa conmiseración latía una hostilidad en
potencia. No se lo dirían claramente, pero Holbrook no necesitaba de la
telepatía para saber lo que pensaban: Líbrate de esos árboles enfermos antes
de que infesten todo el maldito planeta.
En su caso, él habría opinado lo mismo.
Aunque los vectores del moho hubiesen llegado a su mundo, en realidad la
enfermedad no era tan contagiosa. Quedaría confinada, las plantaciones vecinas
se salvarían, incluso se salvarían las alamedas aún no dañadas de su propia
plantación..., siempre que actuase con la rapidez suficiente. Si fuera un
vecino suyo el que tuviera el moho en los árboles, Holbrook tendría tantos
deseos como ellos de que los cortara inmediatamente de raíz.
Fred Leitfried, un hombre alto, de rostro
amable, ojos azules y sombríos incluso en una ocasión alegre, parecía ahora a
punto de estallar en llanto.
—Zen
—dijo—, he ordenado la alerta en todo el planeta. Los biólogos estarán
preparados en treinta minutos para interrumpir la cadena de transmisión.
Empezaremos en tu propiedad y trabajaremos en un radio cada vez más amplio
hasta haber aislado todo este sector. A partir de ese momento, confiaremos en
la suerte.
—¿En
qué vector de transmisión estás pensando? —preguntó Mortensen, mordiéndose
nerviosamente el labio inferior.
—En
los saltadores —respondió Leitfried—. Son los más grandes y más fáciles de
cazar y sabemos que son portadores potenciales del moho. Si todavía no
se les ha contagiado el virus, tal vez interrumpamos ahí la secuencia y nos
libremos de ello.
Holbrook preguntó hoscamente:
—¿Sabes
que hablas de exterminar quizás un millón de animales?
—Lo
sé, Zen.
—¿Crees
que podrás hacerlo?
—Hay
que hacerlo. Además —añadió Leitfried—, los planes de contingencia fueron
redactados hace mucho tiempo y todo está dispuesto para llevarlos a cabo.
Haremos que un producto letal para los salteadores cubra como una neblina la
mitad del continente antes de la caída de la noche.
—Una
vergüenza —murmuró uno de los hombres del banco—. Unos animales tan
pacíficos...
—Pero
ahora suponen una amenaza —adujo uno de los cultivadores—. Tienen que
desaparecer.
Holbrook soltó un gruñido. A él le gustaban
los saltadores. Mansos como conejitos, aunque casi del tamaño de un oso,
mordisqueaban los arbustos y no hacían daño a los humanos. Desdichadamente, se
les había identificado como susceptibles a la infección por el virus del moho
y, en otros mundos, se había demostrado que, interrumpiendo una etapa básica en
la secuencia de transmisión, se detenía el contagio del moho, ya que el virus
moría si no encontraba terreno adecuado para la etapa siguiente de su ciclo
vital. A Naomi le gustan los saltadores, pensó. Nos juzgará unos canallas por
aniquilarlos. Pero hemos de salvar nuestros árboles. Si realmente fuéramos unos
canallas, los habríamos exterminado antes incluso de que el moho apareciese,
sólo para asegurarnos.
Leitfried se volvió a él:
—¿Sabes
lo que tienes que hacer ahora, Zen?
—Sí.
—¿Necesitas
ayuda?
—Prefiero
actuar solo.
—Podemos
conseguirte diez hombres.
—Se
trata sólo de un sector ¿no? —protestó—. Puedo hacerlo. Y debo hacerlo.
Son mis árboles.
—¿Cuándo
empezarás? —preguntó Borden, el cultivador cuya plantación lindaba con la de
Holbrook por el este. Había casi cien kilómetros de monte bajo entre las dos
propiedades, pero no era difícil comprender que se mostrara impaciente y
deseoso de que se adoptaran las medidas de protección necesarias.
—Dentro
de una hora, supongo —respondió Holbrook—. Primero he de efectuar algunos
cálculos. Fred, ¿y si subieras conmigo y me ayudaras a comprobar el área
infectada en la pantalla?
—De
acuerdo.
—Antes
de que se vaya, señor Holbrook... —empezó el de la compañía de seguros,
avanzando un paso.
—Dígame.
—Quiero
que sepa que lo aprobamos por completo. Le apoyaremos en todo.
Muy amable de su parte, pensó Holbrook con
amargura. ¿Para qué servían los seguros, si no para apoyar siempre? No
obstante, consiguió devolverle una amable sonrisa, acompañada de un murmullo de
gratitud.
El del banco no dijo nada, y Holbrook se
sintió agradecido por su silencio. Habría tiempo más tarde para hablar de la
garantía, la nueva negociación de las acciones y todo lo demás. Primero se
precisaba saber qué parte de la plantación sobreviviría después de adoptar las
necesarias medidas de protección.
En el centro de información, él y Leitfried
pusieron en marcha todas las pantallas a la vez. Holbrook indicó el Sector C e
introdujo un plano esquemático de la alameda en la computadora. Añadió los
datos del informe del laboratorio.
—Ésos
son los árboles infectados —dijo, utilizando una pluma luminosa para trazar un
círculo en la pantalla—. Tal vez unos cincuenta en total —amplió un poco el
círculo—. Y ésta es la zona de incubación posible. Entre ochenta y cien árboles
más. ¿Qué te parece, Fred?
El gobernador del distrito cogió la pluma
luminosa de manos de Holbrook y se acercó a la pantalla. Hizo un círculo
todavía más amplio, que llegaba casi a la periferia del sector.
—Han
de desaparecer todos ésos, Zen.
—Son cuatrocientos árboles...
—¿Cuántos
tienes en total?
—Tal
vez siete u ocho mil —repuso Holbrook, encogiéndose de hombros.
—¿Quieres
perderlos todos?
—De
acuerdo. Al parecer, pretendes crear un foso de protección en torno a la zona
infectada. Un área estéril.
—Sí.
—¿Para
qué? Si el virus llega como caído del cielo, ¿a qué preocuparse por...?
—No
hables así —le atajó Leitfried. Su rostro se alargó más aún, imagen viva de
toda la tristeza, frustración y desesperación del universo. Parecía sentir lo
mismo que Holbrook. Pero su tono era incisivo cuando dijo—: Zen, sólo te queda
una alternativa. O vas a la plantación y empiezas a quemar los árboles o te
rindes y dejas que el moho se apodere de todo. En el primer caso, se te ofrece
la oportunidad de salvar la mayoría de cuanto posees. Si cedes, nosotros lo
quemaremos de todos modos para protegernos. Y no nos detendremos en esos
cuatrocientos árboles.
—Lo
haré —dijo Holbrook—. No te preocupes por mí.
—No
estaba preocupado. De verdad que no.
Leitfried se deslizó tras los botones de
mando para inspeccionar toda la plantación, mientras Holbrook daba sus órdenes
a los robots y disponía el equipo que necesitaba. A los diez minutos, estaba ya
todo organizado y él dispuesto a salir.
—Hay
una chica en el sector infectado —dijo Leitfried—. Es esa sobrina tuya, ¿no?
—Sí.
Naomi.
—Muy
guapa; ¿qué edad tiene, dieciocho, diecinueve años?
—Quince.
—Una
figura preciosa, Zen.
—¿Qué
hace ahora? —preguntó éste—. ¿Sigue dando de comer a los árboles?
—No,
se ha tendido a su sombra. Creo que habla con ellos. Contándoles un cuento,
quizá. ¿Quieres que ponga el audio?
—No
te molestes. Le gusta jugar con los árboles. Ya sabes, darles un nombre,
imaginarse que tienen personalidad... Cosas de críos.
—Claro
—dijo Leitfried.
Sus miradas se encontraron por un instante,
evasivas. Holbrook bajó los ojos. Los árboles tenían en efecto una
personalidad. Todos los relacionados con el negocio del jugo lo sabían y,
probablemente, no había muchos cultivadores que no mantuvieran con sus árboles
una relación mucho más íntima de lo que admitían ante los demás. Cosas de
críos... En realidad, cosas de las que no se hablaba.
«¡Pobre Naomi!», pensó Holbrook.
Dejó a Leitfried en el centro de información
y salió por la parte de atrás. Los robots lo habían dispuesto todo tal y como él lo
programara: el camión de fumigación con el arma de fusión montada en el lugar
del tanque químico. Dos o tres de aquellos mecánicos de brillante metal se
habían quedado esperando que les ordenara subir al camión, pero él los alejó y
se situó tras el panel de dirección. Activó la computadora, y la pequeña
pantalla se iluminó. Desde el centro de información, Leitfried le saludó y le
transmitió el plano esquemático de la zona de infección, con los tres círculos
concéntricos que indicaban los árboles infectados, los que podían estar
incubando la enfermedad, y el cinturón de seguridad que Leitfried insistía en
crear en torno a todo el sector.
El camión arrancó en dirección a los
árboles. Era mediodía ahora, mediodía de la jornada más larga que había
conocido. El sol más alto y un poco más anaranjado que aquel bajo el cual
naciera, ascendía perezosamente por el cielo, todavía no dispuesto a iniciar la
caída hacia las llanuras distantes. El día era caluroso, pero, en cuanto entró
en las alamedas, donde el toldo espeso de los árboles ocultaba el suelo a los
rayos del sol, sintió una frescura deliciosa en el techo del camión. Tenía los
labios resecos y se había iniciado un inquietante latido tras su ojo izquierdo.
Guiaba el camión manualmente, llevándolo por el sendero de acceso en
torno a los sectores A, D y G. Al verle, los árboles agitaron ligeramente las
ramas. Estaban ansiosos porque se bajara y paseara entre ellos, les diera un
golpecito en el tronco, les dijera lo buenos que eran. No disponía de tiempo
para eso.
A los quince minutos, se hallaba ya en el
extremo norte de su propiedad, al borde del Sector C. Aparcó el camión de
fumigación ante la entrada de la alameda. Desde aquí, alcanzaría cualquier
árbol del área con el arma de fusión. Pero todavía no.
Caminó entre los árboles condenados.
No veía a Naomi por ninguna parte. Tendría
que encontrarla antes de empezar a disparar. Y además, deseaba despedirse de
sus árboles. Corrió por la avenida principal del sector. ¡Qué delicioso frescor,
incluso a mediodía! ¡Qué dulcemente olía aquel aire cargado! El suelo de la
alameda aparecía cubierto de frutos. Habían caído a docenas en las dos últimas
horas. Recogió uno. Maduro. Lo abrió con un giro experto de la muñeca y llevó
el interior pulposo a sus labios. El jugo, rico y dulce, resbaló al interior de
su boca. Probó lo suficiente para saber que el producto era de primera calidad.
No tomaría una dosis alucinógena, pero aquello le daría una poco de euforia, lo
bastante para enfrentarse a lo que debía hacer, a la horrible tarea que le
esperaba.
Alzó la vista hacia los árboles. Parecían
algo encogidos, suspicaces, inquietos.
—Tenemos
problemas, amigos —dijo Holbrook—. Héctor, tú lo sabes. Os ha atacado una
enfermedad. La sentís en vuestro interior. No hay modo de salvaros. Todo cuanto
puedo esperar es salvar a los demás árboles, a los que aún no tienen manchas de
moho. ¿Entendido? ¿Lo comprendéis, verdad? ¿No es cierto, Platón? ¿César? Tengo
que hacerlo. Os costará unas cuantas semanas de vida, pero tal vez salve a
miles de árboles.
Hubo un furioso agitar de ramas. Alcibíades
echó atrás sus miembros, desdeñosamente. Héctor, elevado y noble, estaba
dispuesto a aceptar su medicina. Sócrates, bajo y malformado, parecía también
resignado. La cicuta o el fuego, ¿qué importaba? Critón: le debo un gallo a Esculapio.
César se mostraba enojado. Platón se encogía. Sí, lo habían comprendido todos.
Pasó entre ellos acariciándoles, consolándoles. Había iniciado su plantación
con esta alameda, y confiado en que sus árboles le sobrevivieran.
—No
pronunciaré un largo discurso. Todo cuanto puedo deciros es adiós. Habéis sido
buenos, habéis tenido una vida útil. Ahora, vuestro tiempo ha terminado y yo lo
siento terriblemente. Eso es todo. Ojalá no fuera preciso hacerlo —recorrió con
la mirada toda \a alameda—. Fin del discurso. Adiós.
Volviéndose, retrocedió lentamente hacia el
camión de fumigación. Estableció contacto con el centro de información y
preguntó a Leitfried:
—¿Sabes
dónde está la chica?
—Un
sector más allá del tuyo, hacia el sur. Está dando de comer a los árboles.
Y pasó la imagen a la pantalla de Holbrook.
—Dame
la línea de audio, ¿quieres? —dijo éste. Luego a través de los altavoces, la
llamó—: ¿Naomi? Soy yo, Zen.
Ella miró a su alrededor, deteniéndose en el
momento de ir a lanzar un trozo de carne.
—Espera
un segundo —dijo—. Catalina la Grande tiene hambre y no me perdonará si la
olvido.
La carne subió hacia el cielo, fue apresada
desapareció en la boca de un árbol.
—Muy
bien —continuó Naomi—. ¿Qué ocurre?
—Será
mejor que vuelvas a la casa de la plantación.
—Todavía
he de dar de comer a muchos árboles.
—Déjalo
para esta tarde.
—Zen,
¿qué sucede?
—Tengo
un trabajo que hacer y prefiero que te mantengas alejada de los árboles
mientras lo hago.
—¿Dónde
estás ahora?
—En
el Sector C.
—Tal
vez pueda ayudarte, Zen. Estoy en el sector inmediato. Iré enseguida.
—No. Vuelve a la casa.
Las palabras brotaron con la seguridad de
una orden. Jamás le había hablado así con anterioridad. Ella pareció agitada y
temerosa, pero se metió obediente en su vehículo y abandonó el lugar. Holbrook
la siguió en la pantalla hasta que desapareció de su vista.
—¿Dónde
está ahora? —preguntó a Leitfried.
—Viene
de regreso. Ya la veo en el sendero de acceso.
—De acuerdo —dijo Holbrook—. Ocúpala en algo
hasta que esto haya terminado. Voy a empezar.
Giró el arma de fusión, apuntando el cañón
hacia el corazón del sector. En el núcleo central del arma, un poco de materia
solar pendía de una barra magnética, poniendo a su disposición una cantidad
infinita de energía, más que suficiente para la potencia que hoy necesitaba.
Carecía de punto de mira, pues no estaba diseñada como arma de ataque. Sin
embargo, sabría manejarla. Apuntaba a un blanco muy grande. Con la vista,
seleccionó a Sócrates, en el borde de la alameda. Montó el arma lentamente, con
una vacilación deliberada, meditó en el mejor modo de cumplir con su deber y
apoyó el dedo en el gatillo. El nexo neural del árbol estaba en la copa, detrás
de la boca. Un tiro rápido allí...
—Eso es.
Un arco de llama blanca siseó a través del
aire. La copa retorcida de Sócrates resplandeció por un instante. Una muerte
rápida, una muerte limpia, mejor que la putrefacción del moho. Luego, Holbrook
paseó la línea de fuego por todo el árbol, desde la copa a lo largo del tronco.
La madera era dura. Disparó una y otra vez. Miembros, ramas y hojas fueron
cayendo, mientras el tronco aún seguía intacto y grandes nubes de humo aceitoso
se alzaban sobre la alameda. Holbrook vio silueteado el tronco desnudo contra
el brillo del rayo de fusión y se sorprendió al comprobar lo recto que había
sido el tronco del viejo filósofo bajo las ramas. Ahora ya no era más que un
pilar de cenizas. De pronto, se derrumbó y desapareció.
De los otros árboles surgió un gemido bajo y
terrible.
Sabían que la muerte rondaba entre ellos y
sentían el dolor de la ausencia de Sócrates mediante la red de raíces nerviosas
que cubría el subsuelo. Lloraban de temor, de angustia y de rabia.
Holbrook dirigió hoscamente el arma de
fusión hacia Héctor.
Era éste un árbol grande, impasible,
estoico. Ni quejoso ni adulador. Deseaba darle la buena muerte que merecía,
pero falló el blanco. El primer disparo dio a dos metros y medio por lo menos
bajo el centro cerebral del árbol, y el grito que surgió de sus compañeros
reveló lo que Héctor debía de estar sintiendo. Holbrook vio unos miembros que
se agitaban frenéticamente, una boca que se abría y cerraba en un horrible
espasmo de tormento. El segundo disparo puso fin a la agonía. Casi serenamente,
Holbrook remató la tarea de aniquilar aquel árbol lleno de nobleza.
Estaba terminando cuando advirtió que un
vehículo llegaba junto al camión y que Naomi saltaba de él sonrojada, con los
ojos muy abiertos, próxima a la histeria.
—¡Detente!
—gritó—. ¡Detente, tío Zen! ¡No los quemes!
Al saltar a la cabina del camión de
fumigación, le cogió por las muñecas con una fuerza sorprendente y se lanzó
contra él. Estaba dominada por el pánico, los senos agitados, jadeante,
respirando, con dificultad.
—Te
dije que fueras a la casa de la plantación —gruñó él.
—Lo
hice. Pero vi las llamas.
—¿Quieres
irte de aquí?
—¿Por
qué quemas los árboles?
—Porque
están infectados de moho —contestó—. Hay que quemarlos antes de que contagien a
los demás.
—¡Eso
es un asesinato!
—Naomi,
mira, ¿quieres volver...?
—¡Mataste
a Sócrates! —gritó ella, mirando la alameda—. ¿Y... a César? No. Héctor. Héctor
ha desaparecido también. ¡Los has quemado!
—No
son personas. Son árboles. Árboles enfermos que, de todas formas, morirán
pronto. Quiero salvar a los otros.
—¿Pero
por qué matarlos? Tiene que haber algún tipo de droga al que recurrir, Zen. Un
pulverizador o algo por el estilo. Hay drogas ahora para curar cualquier
enfermedad.
—No
para ésta.
—¡Tiene
que haberla!
—Sólo
el fuego —afirmó Holbrook.
El sudor le caía helado por el pecho y
sentía el temblor de todos sus músculos. Ya era bastante duro hacerlo, sin
tenerla a su lado. Le habló con la mayor serenidad posible:
—Naomi,
es preciso; y cuanto antes mejor. No existe alternativa. Amo a estos árboles
tanto como tú, pero he de quemarlos de raíz. Recuerda lo que ocurrió
con aquel animalito peludo y con el aguijón en la cola. No podía mostrarme
sentimental hacia él sólo porque te pareciera lindo. Suponía una amenaza. Y ahora
Platón, César y los demás amenazan cuanto poseo. Son portadores de la plaga.
Vuélvete a la casa y enciérrate allí, en donde quieras, hasta que haya
terminado.
—¡No
te dejaré que los mates!
Hablaba llorosa, desafiante. Exasperado, la
cogió por los hombros, la sacudió dos o tres veces y la tiró de la cabina del
camión. Ella vaciló pero cayó en tierra sobre sus pies. Saltando a su lado,
Holbrook exclamó:
—¡Maldita
sea, no me obligues a pegarte, Naomi! Esto no es asunto tuyo. Tengo que quemar
esos árboles, y si no dejas de interferir...
—Tiene
que haber otro modo. Permitiste que esos hombres te asustaran, ¿no es verdad,
Zen? Ellos temen que la infección se extienda, de modo que te dijeron que
quemaras los árboles a toda prisa. Y ni siquiera te paraste a pensar, a pedir
otra opinión. Te viniste aquí con el arma y empezaste a matar a unos
inteligentes, a unos sensibles y encantadores...
—...árboles
—terminó él—. Te estás pasando de la raya, Naomi. Por última vez...
Su respuesta fue saltar al camión y
colocarse ante el cañón del arma de fusión, con su pecho apoyado contra el
metal.
—¡Si
disparas, tendrás que hacerlo a través de mí!
Nada que él dijera la obligaría a bajar. Se
había entregado por completo a una fantasía romántica, la Juana de Arco de los
árboles del jugo, defendiendo la alameda contra la barbarie. De nuevo trató de
razonar con ella, y de nuevo negó Naomi la necesidad de extirpar los árboles.
Le explicó con todo el ímpetu de que fue capaz la imposibilidad total de
salvarlos. Con la misma falta de lógica anterior, le contestó que forzosamente
existía otro medio. Holbrook soltó maldiciones, la llamó estúpida, adolescente
histérica... Le suplicó, le rogó. Le ordenó. Naomi seguía aferrada al arma.
—No
puedo perder más tiempo —dijo él al fin—. La faena ha de realizarse en cuestión
de horas o toda la plantación desaparecerá —sacó la pistola de su funda, le
quitó el seguro y la apuntó con ella—. Baja de ahí —dijo heladamente.
La chica se echó a reír.
—¿Tengo
que creer acaso que vas a disparar contra mí?
Por supuesto, tenía razón. Se quedó inmóvil,
vacilante, impotente, sudoroso y desconcertado. La locura se contagiaba. Su
amenaza había sido completamente vana, y ella lo había comprendido de
inmediato. Holbrook subió al camión, la agarró y trató de sacarla de allí.
Naomi era fuerte y la situación de él muy
precaria. Consiguió soltarla del arma, pero no arrojarla del camión. No quería
hacerle daño, y su misma solicitud le volvía incapaz de triunfar en la lucha.
Porque ella peleaba con una fuerza histérica, toda codos, rodillas, uñas que
arañaban. Consiguió sujetarla al fin y descubrió con horror que la había asido
por uno de sus senos. Lo soltó, embarazado y confuso. Ella se apartó de él. La
aferró de nuevo y esta vez logró empujarla al borde del camión. Naomi saltó,
aterrizó sin dañarse volvió y corrió hacia la alameda.
¿De modo que otra vez le había vencido? La
siguió allí y le costó un momento descubrir dónde estaba. La encontró
acariciando el tronco de César y mirando aterrada los restos quemados donde se
alzaran Sócrates y Héctor.
—¡Adelante!
—dijo—. ¡Quema toda la alameda! ¡Me quemarás a mí con ellos!
Holbrook se lanzó contra la muchacha. Ella
le esquivó y echó a correr hacia Alcibíades. Trató de agarrarla, perdió el
equilibrio y cayó, tratando de afianzarse en el aire. Cayó...
Algo fino, áspero y largo, le golpeó en los
hombros.
—¡Zen!
—gritó Naomi—. El árbol... Alcibíades...
Se vio en el aire. Alcibíades le había
atrapado con un tentáculo y lo alzaba hacia su copa. El árbol luchaba con la
carga. Un segundo zarcillo se tendió hacia el hombre, y Alcibíades dejó de
tener dificultades. Holbrook se agitaba a unos tres metros del suelo.
Raras veces los árboles atacaban a los
humanos. Habría sucedido unas cinco veces en total desde que los hombres
cultivaban los árboles del jugo. En cada caso, la víctima había estado haciendo
algo que ellos consideraban hostil..., como desarraigar un árbol enfermo, por
ejemplo.
Un hombre constituía un gran bocado para un
árbol del jugo, aunque no demasiado para su apetito.
Naomi chilló, pero Alcibíades siguió
izándole. Holbrook oía ya el entrechocar de los colmillos allá arriba. La boca
del árbol estaba dispuesta a recibirle. Alcibíades, el presumido; Alcibíades,
el voluble; Alcibíades, el impredecible... Bien bautizado en verdad. Aunque,
¿era traición actuar en defensa propia? Alcibíades tenía el imperioso deseo de
sobrevivir. Había visto el destino de Héctor y Sócrates. Holbrook alzó la vista
a los colmillos, más cercanos ya.
«De modo que éste es el fin —pensó—.
Devorado por uno de mis propios árboles. Mis amigos. Me está bien por ser tan sentimental.
Al fin y al cabo, son carnívoros. Tigres con raíces.»
Alcibíades gritó.
En el mismo instante, uno de los tentáculos
que se enrollaban al cuerpo de Holbrook perdió fuerza. Cayó unos seis metros de
golpe antes de que el otro tentáculo se estabilizara, sosteniéndole a escasa
altura. Cuando pudo respirar de nuevo, Holbrook miró hacia abajo y vio lo que
había sucedido. Naomi había recogido el arma que él dejara caer al sentirse
cogido por el árbol y había quemado uno de los tentáculos. Ahora apuntaba de
nuevo. Hubo otro aullido de Alcibíades. Holbrook advirtió una gran conmoción en
las ramas por encima de él y cayó bruscamente al suelo, aterrizando sobre un
montón de hojas. Un instante después, giraba sobre sí mismo y se incorporaba.
Nada roto. Naomi permanecía a su lado, con el arma todavía en la mano.
—¿Estás
bien? —preguntó serenamente.
—Sólo
un poco agitado, eso es todo —empezó a levantarse—. Te debo la vida —añadió—.
Un minuto más y acabo en la boca de Alcibíades.
—Por
un momento, pensé en dejar que te devorara, Zen. El árbol actuaba en defensa
propia. No fui capaz. Así que quemé uno de los zarcillos.
—Sí,
sí. Te lo agradezco mucho —se levantó al fin y dio unos pasos vacilantes hacia
ella—. Vamos, será mejor que dejes el arma antes de que te hagas un agujero en
el pie.
—Espera
un segundo —dijo Naomi glacialmente, reculando conforme Holbrook avanzaba hacia
ella.
—¿Qué?
—Un
trato, Zen. Yo te rescaté, ¿no es cierto? No tenía por qué hacerlo. A cambio,
tú dejas a esos árboles en paz. Al menos, comprueba si hay o no alguna droga.
¿De acuerdo? Un trato.
—Pero...
—Me
debes la vida, dijiste. Pues págame. Lo que quiero de ti es una promesa. Si no hubiera
cortado ese zarcillo, estarías muerto ahora. Que los árboles vivan también.
Se preguntó si se atrevería a usar la
pistola en su contra. Guardó silencio largo rato, sopesando la opción. Luego,
contestó:
—De
acuerdo, Naomi. Me salvaste y no puedo negarte lo que pides. No tocaré los
árboles. Averiguaré si hay alguna droga para matar el moho.
—¿Lo
dices en serio?
—Lo
prometo. Por todo lo que es sagrado, ¿quieres darme ahora esa pistola?
—¡Toma!
—gritó ella. Las lágrimas resbalaban por su rostro—. ¡Tómala! ¡Oh, Dios mío,
Zen, qué horrible es todo esto!
Le quitó el arma y la metió en la funda. La
muchacha pareció hallarse agotada, sin fuerzas, una vez que se la hubo
entregado. Cayó en brazos de Holbrook y él la retuvo estrechamente, sintiéndola
temblar contra su pecho. También Holbrook temblaba al abrazarla fuertemente,
consciente de las tensas puntas de los jóvenes senos contra su pecho. Una
oleada poderosa —que reconoció como deseo— le inundó. «Asqueroso» se dijo.
Esbozó una mueca al recordar las imágenes de aquella mañana, que aún danzaban
ante sus ojos: Naomi desnuda, la piel brillante por el baño, los senos como
manzanas, los muslos firmes. «Mi sobrina. De quince años. ¡Que Dios me ayude!»
Consolándola, le pasó las manos por los hombros, por la espalda. Sus ropas eran
livianas, el cuerpo de la chica se revelaba bajo ellas.
La tiró bruscamente al suelo.
Ella cayó encogida, dio la vuelta y se llevó
la mano a la boca al lanzarse Holbrook sobre ella. Soltó un grito agudo y
penetrante cuando el cuerpo del hombre cayó sobre el suyo. Sus ojos aterrados
revelaban claramente el temor de que él la violara, pero otra clase de ideas
malvadas llenaban la mente de Holbrook. Rápidamente; la volvió hacia el suelo,
le cogió la mano derecha y le dobló el brazo tras la espalda. Luego, la alzó
hasta sentarla.
—Ponte
de pie —ordenó, forzándole el brazo para persuadirla.
Naomi obedeció.
—Ahora
camina. Sal de la alameda y regresa al camión. Te romperé el brazo si es
preciso.
—¿Qué
pretendes? —preguntó ella con voz apenas audible.
—De
vuelta al camión —insistió.
Dio otro tirón del brazo. Naomi gimió de
dolor. Pero se puso en marcha. Ya en el camión, la mantuvo bien sujeta y llamó
a Leitfried, al centro de información.
—¿Qué
ocurre, Zen? Lo seguimos todo y...
—Demasiado
difícil de explicar. La chica les tenía mucho cariño a los árboles, eso es
todo. Envía unos robots aquí para que se la lleven, por favor.
—¡Lo prometiste! —gritó Naomi.
Llegaron los robots a toda prisa.
Eficientes, mantuvieron inmóvil a Naomi con sus dedos de acero hasta
introducirla en un vehículo y llevársela a la casa de la plantación. Una vez
desaparecida, Holbrook se sentó por un momento en tierra para descansar, para que se le
despejara la cabeza. Al fin, subió de nuevo a la cabina.
Y apuntó con el arma de fusión, a Alcibíades
en primer lugar.
Le llevó poco más de tres horas. Cuando
terminó, el Sector C era un campo de cenizas, y un amplio cinturón de tierra
despejada se extendía desde el límite exterior de la devastación hasta el
huerto más próximo de árboles sanos. Hasta pasado algún tiempo, no sabría si
había logrado salvar la plantación. En fin, había hecho cuanto se hallaba en su
mano.
Al volver en coche hacia la casa, pensaba
menos en la ejecución llevada a cabo que en la sensación del cuerpo de Naomi
contra el suyo y todo cuanto había sentido en el momento de tirarla al suelo.
El cuerpo de una mujer, sí. Pero ella era una niña. Una niña todavía, enamorada
de sus animalitos domésticos. Incapaz aún de comprender que, en el mundo de la
realidad, uno ha de sopesar el pro y el contra entre lo necesario y lo que nos
es querido y obrar del mejor modo posible. ¿Qué había aprendido hoy Naomi en el
Sector C? ¿Qué el universo sólo ofrece en ocasiones una elección brutal? ¿O
simplemente que el tío al que ella adoraba era capaz de traición y de
asesinato?
Le habían dado sedantes, pero estaba
despierta en su habitación. Cuando él entró, se subió las sábanas para ocultar
el pijama. Le miró con ojos fríos, muy hundidos.
—Lo
habías prometido —dijo amargamente—. Y me engañaste.
—Tenía
que salvar a los demás árboles. Ya lo entenderás, Naomi.
—Sólo
entiendo que me mentiste, Zen.
—Lo
lamento. ¿Me perdonas?
—¡Vete
al infierno! —dijo, y esas palabras adultas resultaron horribles en aquellos
labios infantiles.
No pudo quedarse más con ella. La dejó y
subió a hablar con Fred Leitfried, en el centro de información.
—Todo
ha terminado —dijo en voz alta.
—Actuaste
como un hombre.
—Sí,
sí.
Registró el sector de cenizas, mediante la
pantalla. Seguía sintiendo el calor de Naomi contra su cuerpo. Vio sus ojos
hoscos. Vendría la noche, las dos lunas danzarían en el cielo, brillarían las
constelaciones a las que nunca había llegado a acostumbrarse. Quizá le hablaría
de nuevo. Intentaría hacerla comprender. Y luego la enviaría lejos, hasta que
se hubiera transformado del todo en una mujer.
—Empieza
a llover —comentó Leitfried—. Eso ayudará a la maduración.
—Probablemente.
—¿Te
sientes un asesino, Zen?
—¿A
ti qué te parece?
—Lo
sé, lo sé.
Holbrook empezó a cerrar las pantallas. Había
hecho todo cuanto se propusiera hacer hoy. Y dijo serenamente:
—Fred,
eran árboles. Solamente árboles. Árboles, Fred, árboles.
Edición digital de Carlos Palazón - Kitiara
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Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)
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